martes, 8 de enero de 2013

Olga Orozco

Yo, Olga Orozco, desde tu corazón digo a todos que muero.
Amé la soledad, la heroica perduración de la fe, 
el ocio donde crecen animales extraños y plantas fabulosas, 
la sombra de un gran tiempo que pasó entre misterios y entre alucinaciones, 
y también el pequeño temblor de la bujías en el anochecer.
Mi historia está en mis manos y en las manos con que otros las tatuaron. 
De mi estadía quedan las magias y los ritos, 
unas fechas gastadas por el soplo de un despiadado amor, 
la humareda distante de la casa donde nunca estuvimos, 
y unos gestos dispersos entre los gestos de otros que no me conocieron. 
Lo demás aún se cumple en el olvido, 
aún labra la desdicha en el rostro de aquella que se buscaba que se buscaba 
   en mí igual que en un espejo de sonrientes praderas, 
y la que tú verás extrañamente ajena:
mi propia aparecida condenada a mi forma de este mundo. 
Ella hubiera querido guardarme en el desdén o en el orgullo, 
en un último instante fulmíneo como el rayo, 
no en el túmulo incierto donde alzo todavía la voz ronca y llorada 
entre los remolinos de tu corazón. 
No. Esta muerte no tiene descanso ni grandeza. 
No puedo estar mirándola por primera vez durante tanto tiempo. 
Pero debo seguir muriendo hasta tu muerte 
porque soy tu testigo ante una ley más honda y más oscura 
   que los cambiante sueño,
allá, donde escribimos la sentencia: 
"Ellos han muerto ya. 
Se habían elegido por castigo y perdón, por cielo y por infierno. 

Son ahora una mancha de humedad en las paredes del primer aposento".


Olga Orozco, poeta argentina (1920 -1999) De "Las muertes" (1952) en Obra Poética-Corregidor 2007

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